viernes, 21 de diciembre de 2012

PÁGINAS ENTRE LAS OLAS Y EL VIENTO. Capítulo II

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Obra inscrita con el Asiento Registral nº 16/2003/1751
Registro Territorial de la Propiedad Intelectual de la Comunidad de Madrid
Copyright © 2004 José Luís de Valero.
Todos los derechos reservados.
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Han pasado los años y hoy observo desde mi ventana las nuevas generaciones de gorriones, gordos, saltarines y de brillante plumaje entonando trinos en animados coloquios, revoloteando entre las plantas, sacudiéndose las plumas y afilándose repetidamente el pico en los alambres de la verja. Me pregunto que si con tanto ajetreo y tanto ir de acá para allá, son felices.
La verdad es que no lo sé ni creo que nadie pueda aseverarlo en ningún sentido, aunque auditivamente se evalúa que en sus trinos no existen escalas de sonidos lúgubres y sí registros de alegres notas musicales expresadas con un increíble virtuosismo interpretativo. Lo cierto es que desde que llegó la democracia se les ve más alegres y ya no se atizan entre ellos para trincar unas migajas de pan.
Los envidio. Esos pájaros que revolotean jugando al escondite entre las rosas y los geranios, para mí significan el máximo exponente de la libertad en la tierra. Vuelan sin cortapisas ignorando la ley de la gravedad que a nosotros los humanos, nos esclaviza al suelo desde el primer pálpito de vida.
Antes del alumbramiento nuestro cuerpo flota ingrávido en el vacío amniótico. Cuando nacemos perdemos la ingravidez y quedamos imantados a la tierra. Tan sólo podremos recuperar la libertad cuando lleguemos al final del sendero que desemboca en la muerte física y nuestro espíritu se libere de su soporte. Sólo entonces podremos saborear lo que significa la genuina esencia de la libertad. Seremos pájaros energéticos que no precisarán de alas para remontar el vuelo hacia otra dimensión desconocida.

-La sopa se te ha quedado fría.
-No importa. Tampoco tengo muchas ganas de comer.
-Para ti haces, pero así no irás a ninguna parte.
-Tampoco tengo muchos sitios donde ir.
-Lo que tú digas. Anda, pásame el pan y cambia de cara, José Luís.

Los ojos de Marina lo expresan todo. Me sumerjo en ellos viendo reflejada su vida y parte de la mía propia. Su mirada es limpia, serena, transparente. Me observa a hurtadillas cucharada va, cucharada viene. De vez en cuando sus pupilas todavía emiten destellos de una energía interior que yo ya no poseo. Me valgo de la fuerza que desprende su mirada para continuar viviendo en este planeta de locos. Si por mí fuera haría tiempo que me habría apeado en marcha.

-¿Cómo llevas el libro?
- Igual que ayer. Estoy atascado.
-Tranquilo, que todo pasa. Tú sigue escribiendo.
-No sé para qué. No conozco a nadie del mundillo editorial.
-Eso es lo de menos. Ya saldrá algo, digo yo. A mí me gusta como escribes. 

Marina me empuja, me anima para que no decaiga en mi diaria labor de aporrear el teclado del ordenador, pero hace días que me encuentro inmerso en una profunda obstrucción anímica y mental. Fumo un cigarrillo tras otro observando estúpidamente la pantalla en blanco del ordenador, siendo incapaz de hilvanar un párrafo con el mínimo sentido literario. He perdido la fluidez narrativa y me encuentro embotellado en medio de una situación insostenible.
Quizá si durmiese un par de horas, posteriormente acudirían las musas y podría escribir cuatro o cinco páginas antes de la hora de la cena.
-¿Quieres café?
-No. Creo que me voy a tumbar un rato.

El sueño es un ensayo general para la muerte. Últimamente al despertar me pregunto los motivos o los pretextos que puedo tener para continuar vivo. Abro los ojos y me encuentro con la visión del mismo sol, de la misma habitación y de los mismos objetos que a diario me rodean, mudos e insensibles. Están ahí para recordarme que prosigo encadenado a un planeta que se rige por una ley tridimensional, mediante la cual me he convertido en su prisionero desde el mismo instante de mi nacimiento hasta el fin de mi existencia terrena.

El ensayo general prosigue cada tarde, cada noche. Me despierto y vuelta a empezar.
-¿Ha llamado alguien?
Marina niega con la cabeza. El maldito teléfono continúa mudo e indiferente a los males que me aquejan. En el siglo de las comunicaciones me encuentro más incomunicado que nunca. Solamente me llaman los banqueros reclamando el botín de sus intereses y la liquidación de mis saldos en rojo. Lo llevan claro.
Hace tiempo un director bancario me comentó una máxima financiera en la cual se especifica que “un hombre vale por lo que debe, no por lo que tiene”. Según eso yo debo valer mi peso en oro, pero dudo mucho que los prestamistas-usureros legalizados puedan recuperar su capital en los próximos años. Desde luego que no, si las cosas me continúan marchando de la misma forma.
 
Hace años que me encuentro en déficit, no sólo con los bancos sino con mi propia vida. Arrastro una pesada deuda, la verdad sea dicha y continúo dudando que la solución de mis problemas estribe en juntar palabras, formar frases y cerrar párrafos. Estructurar un libro requiere escuela, formación literaria y un sinfín de cualidades y facultades que yo no poseo. Eso me consta. Escribir honradamente significa el compromiso con uno mismo y con el código deontológico que cada escritor quiera determinar para su léxico a la hora de encabezar un folio.

Yo no sé escribir con las manos. Dejo que mi corazón presione y bascule sobre los sentimientos, obligando a mis circuitos cerebrales a traducir en signos gráficos el resultado de la tensión y de mi vaivén emocional. Cada palabra escrita significa un logro, cada frase una ínfima victoria y cada párrafo un mínimo triunfo sobre mi propia ignorancia. El conjunto sin embargo tiene un elevado precio. Simboliza una constante sangría anímica y un colapso mental, transitorio a veces o sempiterno otras. La honradez literaria exige ese tributo siendo fruto codiciado por los escritores tahúres, mercenarios de la pluma y gentes de variopinto pelaje editorial. Escribir honradamente para uno mismo significa admitir el hecho de que sus escritos jamás verán la luz en la Cuesta de Moyano.

-Ya llamarán, no te preocupes. Tómate el café y la pastilla. Y fuma menos, que tienes la casa que apesta de tanto humo.
-Es el único vicio que tengo.
-Pues ya puedes ir quitándote de él. El tabaco ha subido una barbaridad y no estamos para gastos.

La luz solar se filtra a través de las cortinas, mientras el azulado humo del cigarrillo asciende entretejiendo una amalgama de formas cambiantes que se disuelven al ser traspasadas por los rayos del sol. Dinero convertido en humo, disuelto en el vacío igual que mi propia existencia.
Tengo que cambiar de chip. He de recordarme una vez más que yo no soy escritor, que tan sólo soy un ensamblador de recuerdos y sentimientos traducidos a palabras. Un traductor sui géneris que intenta ganarse la vida como Dios le da a entender. Y de la pluma no se vive, es más, se malvive puesto que siempre se está pendiente de la llamada telefónica o de la redentora carta que te confirme la aceptación de cualquiera de los innumerables escritos repartidos por las distintas editoriales. La espera es interminable, agónica y perdurable. Amén. Según dicen los entendidos en lides editoriales cada español tiene en el cajón un libro a medio escribir. Yo debo ser una excepción.

En el interior de mi cubículo, cuchitril o albergue de mi persona y de mis sentimientos, reposan en el sueño de los justos cientos de folios escritos en pretéritos tiempos. Tras largo parto literario aguardan resignada e inútilmente la hora de su alumbramiento editorial. De vez en cuando aireo y releo las amarillentas páginas aureoladas por la pátina del tiempo.
Mis páginas y yo somos como viejos amigos que se encuentran de año en año y lo primero que hacen es interesarse por sus respectivos estados de salud. En mi caso la respuesta es siempre la misma. Yo envejezco a ojos vista y sin embargo observo con sorpresa que mis amarillentas páginas conservan en su interior todo el atrevimiento y el brío de la juventud. A la sazón eran otros tiempos, sin duda. Hoy en día el guiso literario de mis pensamientos se almacena en el disco duro de un ordenador. El trasto de marras podrá ser más práctico, pero no posee ni guarda el calor que conservan en su interior mis ambarinas páginas escritas a pluma en pasadas décadas.

He de reconocer que no puedo auto definirme como un profesional de la pluma. Ni tan siquiera me doctoré aquí en España, en lo que ayer se denominaba Periodismo y ahora Ciencias de la Información. Confieso sin rubor no tener ni la más remota idea del procedimiento adecuado para estructurar un libro y en mi ignorancia, creo que el pensamiento pasa directamente del cerebro a mis manos y de ellas al teclado. Después tengo que vérmelas con el ordenador y la cosa se calienta. Me gusta amasar letras, entretejer palabras, fundir frases y hornear conceptos y eso tan sólo lo consigo con la pluma y ante la inmaculada blancura de un folio. El teclado lo utilizo para pasar a limpio lo ya horneado y descargar en cada tecla mi mala leche al comprobar que podría haber sacado del horno un guiso más apetecible.

La espera prosigue mientras observo ensimismado el inerte teléfono. De buena gana lo lanzaría por la ventana para que los pájaros pudieran ciscarse sobre él. Odio el maldito y solapado instrumento. Hace días que no salgo ni a la puerta de la calle, siempre pendiente de la llamada redentora que me proporcione un trabajo liberándome de la condena al ostracismo que arrastro desde hace años. La anhelante situación de expectación me ha convertido en un forzado recluso condenado a efectuar una perenne guardia telefónica.
Quizá me encuentre expiando pasados errores y haya llegado la hora de ajustar las cuentas con mi balanza de pagos. Me digo que la vida al igual que los banqueros, siempre pasa factura cuando menos fuerza o efectivo tiene uno para hacer frente al pago. Intento dejar de lado el pasado haciendo borrón y cuenta nueva en el presente, pero la tensa espera es un tormento añadido que viene a unirse a la mortificación que siento en mis entrañas al considerarme poco menos que un ser inútil, carente de medios económicos para reflotar mi vida o lo que reste de ella.


Noto como mis articulaciones crujen quejándose de la inmovilidad casi permanente a que las tengo sometidas. De vez en cuando dejo de escribir y me despego de la mesa intentando recuperar mi forma física, perdida a lo largo de tantos meses de inactividad. A fin de paliar la situación, camino arriba y abajo por el pasillo en un paseo que me lleva desde la sala de estar hasta el dormitorio. Total, quince pasos de ida y otros tantos de vuelta. Así, varias veces al día.
Mi circuito de entrenamiento me lleva veinte escalones abajo, hasta la bodega situada en los sótanos del antiguo edificio donde vivimos Marina y yo desde hace más de treinta años. La subida por los viejos peldaños de piedra es agotadora. Resoplo como un búfalo. Creo que debería dejar de fumar, pero por otra parte pienso que el pequeño placer que me otorga el primer cigarrillo matutino mientras saboreo una humeante taza de café negro, es como un rito iniciático antes de tomar la pluma y comenzar a desgranar los sentimientos que anidan en mi espíritu.

-Lo que debes hacer es salir a pasear por la calle de vez en cuando. Pareces un lobo enjaulado, válgame Dios.

Marina tiene mucha paciencia conmigo. Observa mis idas y venidas sin dejar de darle a la plancha. No sé cómo explicarle que la calle ya no es mi mundo, que ya no me encuentro satisfecho entre la gente; que cuando paseo no ando, que más bien deambulo sin rumbo fijo esquivando a las personas que se cruzan en mi camino. Me encuentro más a gusto en mi fortín, rodeado de viejos libros y amarillentos papeles que releo en aislada comunión conmigo mismo. Mi mundo es un compendio de viejas y nuevas páginas, que son las que dan razón de ser a mi vida.

Escribir para mí mismo e intentar hacerlo con un mínimo de honestidad, es como graparme el alma folio a folio rotulando en cursiva los monólogos interiores que hayan podido ocurrírseme a lo largo de una efímera existencia. Cuando uno se pone a escribir para sí, ha de renunciar a canonjías literarias pensando simplemente en quedar bien ante uno mismo. Sabes de antemano que posiblemente nadie leerá lo que estas escribiendo y por lo tanto, que ningún crítico literario del tres al cuarto hurgará entre las páginas de tu parida mental buscando cualquier pretexto para defenestrarte, abortando con ello tu proyecto literario.

El mejor crítico de una obra es el propio escritor que la escribe, sin duda. Intuye perfectamente si ha escrito la verdad y lo correcto exponiendo su alma al sol, o si su redacción va de cara a la galería pensando exclusivamente en el beneplácito económico del editor, que a la postre será quien le dará unas monedas a cambio de una parte de su espíritu impreso. No es mi caso. Me importa bien poco el editor o lo que pueda opinar de mi obra. Lo único que deseo es vaciarme emocionalmente. Yo soy mi propio juez y verdugo. Me he condenado desde el primer instante que tomé la pluma para redactar una fracción de mi vida.

-Creo que voy a enviar mi currículum al director de Hábleme.
Marina deja de planchar, mirándome asombrada.
-¿Estás loco? ¡Si ese tío es un mafioso!
-Y a mí que más me da. La cuestión es conseguir algún trabajo. Así no podemos continuar por más tiempo.
-No te compliques la vida con esa gente. Hábleme es una publicación de lo más vil. Incluso el resto de las editoriales le están haciendo el boicot.
-Precisamente por eso. Alguien tendrá que romper el cerco escribiendo con un mínimo de cordura y dignidad.
-Y ese alguien vas a ser tú, ¿no? ¡Vamos hombre!

Repaso los últimos números de la revista y compruebo que verdaderamente la publicación es un bodrio oportunista sin pies ni cabeza. Leyendo cualquiera de sus editoriales se aprecia la catadura profesional y moral de su editor-director. Prensa rosa amarillenta con leves pinceladas de rojo sangre. Toda una miscelánea de colores que no deben figurar en una publicación semanal con un mínimo de vergüenza.

-Además, si escribes en Hábleme, tú solo te cerrarás las puertas a cualquier otra editorial. Piénsalo dos veces antes de tomar una determinación
Marina intenta convencerme. No quiere que me degrade.
-¿Acaso al día de hoy tengo alguna puerta abierta? Estoy sin trabajo y a mí no me conoce ni dios. No tengo nada que perder. Por otra parte si me eligen pienso firmar con seudónimo. Prepárame una buena taza de café negro, por favor.

Cuando cae la noche acostumbro a encerrarme en mi cubil a salvo de ruidos molestos y voces o músicas intempestivas que me distraigan. Paladeo con delectación un café caliente y en alguna que otra ocasión enciendo un puro obsequio de algún amigo o bien, chupo una de las innumerables colillas que conservo como oro en paño en una vieja caja de madera que perteneció a mi padre. Después tomo la pluma y me sumerjo en mi mundo dejando que me rodee el silencio.
Esta noche tendré que hilar fino. Deberé intentar por todos los medios redactar una carta atípica puesto que va dirigida a un espécimen de persona un tanto característico. Sus escándalos profesionales tanto en el terreno de la abogacía como en el plano editorial han salpicado las páginas de todas las publicaciones y espacios televisivos concernientes a la prensa rosa.
El tito Milio como yo le llamo, es un auténtico crápula literario.

En el directorio de su revista figura su nombre a modo de infatigable trabajador ocupando multitudinarios cargos en la junta de su publicación semanal. Es editor, presidente, consejero delegado, director de publicaciones y director. Todo en una pieza aunque lo cierto es que casi nunca pisa la redacción. Sus recorridos por los pasillos de los juzgados acogiendo querellas y defendiendo causas imposibles absorben todo su tiempo. Es todo un ejemplar, rara avis, del tragicómico panorama existente en el actual mundillo de la prensa llamada “del corazón”.
Banal e insustancial acepción por cierto, tratándose como se trata de un género y noticias folletinescas sin la menor trascendencia humana ni el más leve sentido del ridículo. Un mundo aparte compuesto de chismes, dimes y diretes sólo apto para marujas, marujones y gentes de singular pelaje adictas al cañutazo impreso. A pesar de ello toda esa clase de prensa mueve millones.

-No te veo escribiendo para ese género de lectores, la verdad.
-A todo se acostumbra uno.
-Eso es periodismo de tercera división.
-Nunca estuve ni en primera, a qué engañarnos.
-Pero en Sudamérica no te fue tan mal. Eras un ídolo.
-Ha llovido desde entonces, no me fastidies Marina.
-Como quieras, tú decides pero no te acuestes muy tarde. Buenas noches.

Marina me deja a solas con mis temores. Abro la ventana para que la brisa nocturna dulcifique mis pensamientos y es entonces cuando me conecto a Bach dejando que su música me invada los sentidos e irrumpiendo en mis abstracciones, se funda con mi espíritu logrando de tal modo que mi alma se eleve hasta el séptimo cielo. Cuando se produce ese estado anímico floto en el éter y junto a mis páginas amarillentas y caducas por el correr del tiempo, navego asido a ellas hacia otros soles fuera de nuestra galaxia, más allá de las estrellas, del espacio y del tiempo, fundiéndome con el Universo. Al fin y al cabo, me digo, todo es un sueño y gracias a ellos vivo, eso es lo cierto.

Cuando era un niño mi tía Reme me asomaba a la ventana en las noches estrelladas y me indicaba un punto de luz en el firmamento.
-¿Ves aquella que parpadea? Pues aquella es tu estrella.
-¿Y la estrella de mi madre, dónde está?
-Junto a la tuya, cariño mío.

Después me metía en la cama y me arropaba contándome historias de las hadas y elfos que habitaban en aquellas dos estrellas tan lejanas en la distancia y tan próximas a mis sueños. Alguna que otra vez me hacía el dormido y entonces tía Reme interrumpía la narración suspirando profundamente. Siempre me intrigó el oírla decir: ¡Ay Señor, Señor, qué penita de niño!.

Lejos quedan los tiempos de mi niñez. También desde esta misma ventana veía un incesante desfile de gentes que llegaban a Madrid, surgiendo de la estación de Atocha como demacrados fantasmas asomándose a un abismo. Y pienso que Madrid todavía continúa siendo como un abismo, como el rompeolas de todas las Españas, de las Américas, de la Europa del Este, de Asia y hasta de Oceanía.
Madrid es un gran colador de ancha malla en el que entran por las buenas o se cuelan por las malas variopintos personajes de diferente raza y condición, consiguiendo con su presencia que la ciudad se haya desmadrado o salido de cauce y parezca una Torre de Babel o una nueva Babilonia en constante expansión.
Los que ahora llegan son las nuevas avanzadillas del Tercer Mundo pero éstas no vienen como antaño tras nuestra Guerra Civil, lo hicieron los desertores del arado en busca de trabajo en la gran urbe. Hoy en día no arriban con la boina calada hasta las orejas, ni con pollos camuflados en cestas de mimbre, ni se apean en Atocha pero de igual forma aterrizan en Barajas con pasaje turístico, se cuelan por las fronteras pirenaicas o cruzan el Estrecho jugándose la vida huyendo de la miseria, del hambre y la guerra.
Cuando llegan no tardan en comprobar que Madrid tanto otorga como quita. Comprueban en sus carnes que esta Villa acoge y rechaza, te encumbra o te estrella, da la vida y la quita. Quizá los recién llegados ignoren que Madrid es un ser vivo, posiblemente mujer como aquellas de rompe y rasga y clavel reventón que se liaron a hostias con los húsares de Napoleón, o las otras, aquellas que vistiendo un mono azul y empuñando un Máuser plantaron cara a las tropas de Franco e hicieron suya la consigna, No Pasarán.
Está visto que los inmigrantes ignoran nuestra historia y por eso la mayoría de ellos al principio no entiende nuestro carácter, impulsivo algunas veces extremista y peleón las otras.
Los que pueden y les dejan, pasan y se quedan aposentándose en el rompeolas madrileño observando temerosos la marejada que se les viene encima. Y no es para menos. Vienen de otras latitudes, de otros climas, con otras costumbres pero a pesar de su escaso equipaje todos ellos llegan cargados de dudas y problemas por resolver.
Exactamente igual que en la posguerra lo hicieron los de la boina y los pollos, con la diferencia que los de ahora a nuestra tierra algunos la llaman la Madre Patria y los de antes ni tenían patria, y muchos de ellos, ni madre.
Los que recalan en Madrid pronto se dan cuenta que la Villa y Corte es una especie de imán que más que atraer atrapa a todo cristo inmovilizándole, haciéndole suyo para los restos. Es parte del peaje que Madrid reclama a los que arriban a su vera en busca de pan y trabajo. Esta ciudad siempre cobra tributo a los que como yo, decidieron echar raíces y abonar con sus huesos la tierra que no les vio nacer.     


Me sitúo frente al ordenador tomando posiciones. Ojeo las páginas del último número de Hábleme y me lanzo al ataque. Voy a demostrarle a ese tarambana de director cómo se escribe atacando al enemigo pero sin faltarle al honor. La libertad de expresión no debe confundirse con el libertinaje y la inmundicia informativa. Tengo que poner una pica en Flandes con el máximo de caballerosidad posible. El Quijote cabalga de nuevo.

Cuando comienzo un guiso literario acostumbro a seleccionar los temas a modo de productos culinarios que luego desmenuzo, entremezclo y trituro en la batidora de mi cerebro. Es por definirlo de algún modo, el sofrito con el cual intento dar sabor a un plato que tendrá que ser degustado por paladares más o menos exigentes.
En el caso que me ocupa, a la hora de condimentar el mejunje no deberé esforzarme en demasía. Los habituales lectores de Hábleme no son precisamente gourmets literarios provistos de exquisito paladar y madurez intelectual. Sus gustos fluctúan desde el artículo licencioso hasta el género panfletario corrupto, rozando el filo del libelo y regodeándose con la difamación más aberrante. El disoluto editor-director de la revista a la cual intento acceder para conseguir un puesto de trabajo, según precisos informes subsiste mediante la acumulación de pruebas audiovisuales que son el soporte legal de la noticia.
Pruebas e investigaciones que atesora en cajas de seguridad, valiéndose de su contenido para practicar el chantaje informativo. Eso al menos es lo que se comenta en círculos y asociaciones de Prensa.

Amanece. Después de una sesión de cocina literaria como la de esta noche me siento agotado, exhausto, sucio. Creo que he llegado a lo más bajo que puede llegar un escritor. Es tanta la necesidad que tengo de conseguir un trabajo para poder seguir en pie, que no me ha importado vender mi alma a un diablo pervertido envuelto en una toga y adornado con múltiples distintivos editoriales.
Repaso mi carta de presentación y el resto de artículos que conforman mi solicitud de empleo. Cierro los ojos. Acabo de leer mi acta de capitulación ante el enemigo. He perdido. Me estoy vendiendo como un mercenario y sin proponérmelo he rendido la plaza de mi propia estima ante un adversario que me supera en poder aunque no en dignidad. Falso. Rectifico y puntualizo: Cuando yo firme esta carta y los artículos que la acompañan mi dignidad habrá dejado de existir.

Firmar una carta o un artículo es lo más parecido a sellar un compromiso de por vida. El hecho de estampar la firma a pie de página, significa una responsabilidad que adquiere de buen grado quien se identifica plenamente con lo que ha escrito. Ejecutar lo contrario es una insensatez. Si yo no estoy conforme con lo que he escrito, tan sólo me asisten dos opciones: Papelera o permutación de texto. Una firma compromete, te muestra ante el lector tal cual eres o lo que aparentas ser.
Visto el cariz de la revista a la cual dirijo mi petición de trabajo, me invento un nuevo espacio que me sirva de vertedero para volcar inmundicia informativa y escribo varios artículos redactando textos de corte vomitivo.
Voy y firmo. El verdugo rubrica su propia sentencia. El patíbulo aguarda. He ascendido al cadalso y ofrezco mi cuello al tajo del verdugo. De ahora en adelante nada volverá a ser igual. He mancillado mi pensamiento convirtiéndome en un mercenario de la pluma. Si alguna vez aspiré a reconciliarme conmigo mismo, cuando firmo los artículos de opinión destinados a la inmunda revista de tito Milio no puedo por menos que despreciarme profundamente al distanciarme de mi proyecto literario.
Al firmar he sellado un pacto con lo que más odio; la corrupción intelectual, el libertinaje informativo y el desenfreno gramatical, campan a sus anchas por mi abotargado cerebro en una aberrante danza demoníaca.
Me lanzo al vacío sin paracaídas creyendo que alguien me parará el golpe, pero estoy equivocado. Nadie acudirá en mi ayuda ni amortiguará la caída cuando se produzca el batacazo. De ahora en adelante seré un kamikaze.
Repaso las viejas y amarillentas páginas de mi cuaderno de viaje escritas a mano en remotos tiempos y se me enturbian los ojos. Quizá ahora sí puedan ver la luz, aunque sean publicadas en la sección de viajes de una revista infame.
Hablo con ellas en un susurro. Intento disculparme. 
-Lo siento amigas mías pero tengo que comer; es preciso que seáis editadas. Hubiera deseado otro marco para vuestra puesta de largo, pero me temo que no va a ser posible. Veréis la luz en un burdel. 

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